EL TESTAMENTO DE JESUCRISTO


"Este cáliz de mi sangre
es mi testamento" (Cor.11, 25)

El jueves santo, es decir, la víspera de su muerte, cuando instituyó el sacramento adorable de la Eucaristía, es el día más hermoso de la vida de nuestro Señor, el día por excelencia de su amor y de su cariño.



¡Jesucristo va a quedar perpetuamente en medio de nosotros!



¡Grande es el amor que nos demuestra en la cruz. El día de su muerte nos manifiesta, sin duda, mucho amor; pero sus dolores acabarán y el viernes santo no durará más que un día, en tanto que el jueves santo se prolongará hasta el fin del mundo!



Jesús se ha hecho sacramento de sí mismo para siempre.

I



Nuestro Señor, próximo a morir, se acuerda que es padre y quiere hacernos testamento.



¡Qué acto más solemne en una familia! ¡Es, por decirlo así, el último de la vida y se prolonga más allá del sepulcro!



El padre de familia, llegado este momento, reparte lo que tiene. Todo lo da menos su propia persona, de la que no puede disponer. A cada uno de sus hijos, sin excluir los amigos, les hace un legado, les entrega lo que tiene en más estima.



Nuestro Señor se dará a sí mismo. El carece de fincas, posesiones o riquezas; ni siquiera tiene donde reclinar la cabeza. Los que esperen de Él algún bien temporal se llevarán un chasco, pues todo su caudal se reduce a una cruz, tres clavos y una corona de espinas...



¡Ah, si Jesús distribuyese bienes materiales, cuántos se harían buenos cristianos! ¡Todos querrían, entonces, ser discípulos suyos! Pero Jesús no tiene nada que dar aquí en la tierra, ni siquiera gloria mundana, porque harto humillado va a quedar en su pasión.



Y, sin amargo, nuestro Señor quiere hacer testamento. ¿De qué? ¡Ah, de sí mismo! Es Dios y hombre; como Dios, tiene la posesión de su sacratísima humanidad, y ésta es la que nos entregará, y junto con la humanidad, todo lo que es.



Esta entrega es puro don y no un préstamo. Se inmoviliza, se hace como una cosa, para que podamos poseerle.



Toma la apariencia de pan que se convierte en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y de esta suerte, aunque no se le ve, se le posee.



Esta es toda nuestra herencia: nuestro señor Jesucristo. El cual quiere darse a todos, aunque no todos quieren recibirle. Algunos, sí, querrían aceptar este precioso don, pero no las condiciones de pureza y santidad que Él mismo les pone, y el poder de su malicia es tan grande que anula el legado divino.





San Pedro Julián Eymard

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